El Carruaje de Medianoche

Por

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Nunca podré olvidar aquel carruaje; un escalofrío recorre mi espalda. Incluso ahora, después de tantos años, me hace sentir como si unas manos heladas me tomaran por los hombros para recordarme el porqué jamás podré olvidarlo…

Un día, después de una intensa tarde de fútbol con los amigos y de la ceremonial charla postpartido, había llegado la hora de irse a casa. Nunca nadie notaba el paso del tiempo hasta que alguien accidentalmente miraba el reloj. Ese día no fue la excepción. Me despedí de todos y emprendí camino.

Eran casi las doce. Regresaba solo. Para mi suerte, las luminarias de la avenida no encendieron esa noche. Caminaba en la oscuridad, alumbrado de vez en cuando por las luces exteriores de algunas casas.  El calor era sofocante y el cansancio se hacía notar, respiraba pesadamente y el sudor escurría por mi rostro.

En la tranquilidad de la noche, el traqueteo de cascos de caballos que se aproximaban al trote captó mi atención. En una ciudad pequeña como la mía ya era algo poco común ver caballos por la calle, aunque no completamente inusual. Cuando por fin se acercó lo suficiente, pareció materializarse despacio, como si atravesara un denso banco de niebla; un par de frisones, de crines largas y sedosas, negros como la noche misma, jalaban con pericia un majestuoso carruaje al que iban sujetos con un arnés. Parecía sacado de una película de la era victoriana. El acabado de la madera de la carrocería reflejaba ligeramente la poca luz de la calle. Las ruedas, de madera con llanta de acero, producían un sonido hueco sobre el pavimento. Por la ventanilla de la puerta pude distinguir que alguien se asomaba; la tenue iluminación del interior proyectaba sombras danzantes sobre la traslúcida cortina rojiza.

Derrochando opulencia, el coche pasó a mi lado en dirección opuesta a la mía. El cochero, vestido elegantemente con una levita de botones color bronce, me saludó levantando su sombrero de copa al pasar junto a mí. Yo, un tanto intrigado, respondí al saludo. Al principio me pareció algo raro, pero, después recordé que de vez en cuando la gente alquilaba ese tipo de antigüedades para bodas y aparentar ser de alcurnia. El sonido de los cascos y las ruedas sobre el pavimento se fue alejando y con él parecía que el oxígeno también se iba. Mi corazón se aceleraba, cada latido retumbaba fuertemente en mi cabeza, de pronto mi pecho pesaba demasiado. Mis rodillas flaquearon. Por más que intentaba respirar, el aire se negaba a entrar en mis pulmones. La desesperación aumentaba. Destellos de luz dispersos inundaban mi visión al mismo tiempo que todo se oscurecía lentamente mientras el carruaje terminaba de ser engullido por la oscuridad.

Una gran bocanada de aire me trajo de regreso. Estaba hincado, doblado sobre mí mismo a la orilla de la calle. Me senté y me recargué sobre mis rodillas. Desconcertado, me levanté muy lentamente y comencé a caminar. Despacio, como si me hubiese olvidado de los peligros de caminar solo a mitad de la noche en un barrio de clase media.

Había sido una noche demasiado rara. Llegué a casa, me di un baño y me fui a acostar. La imagen del carruaje y el cochero saludándome daba vueltas en mi cabeza, aún más que ese inesperado malestar. Intenté no darle importancia, tomé un libro del buró y leí hasta quedarme dormido.

El verano se terminó y con él las noches con los amigos. El regreso a la rutina requería irse a dormir temprano. La escuela y los deberes absorbían el poco tiempo libre que quedaba y con ello el misterio de la carroza se desvanecía. No fue hasta que la tragedia azotó a la familia que ese misterio resurgió.

Los árboles comenzaban a cambiar de color con el otoño. Lo que parecía un fin de semana común y corriente se transformó en el capítulo más oscuro en la historia de la familia. Primero, el viernes por la mañana, el abuelo había enfermado repentinamente, se encontraba en el hospital en estado grave y los doctores no lo veían con optimismo.

Caras desencajadas, con la mirada fija en el suelo inundaban la habitación. Por momentos, la esperanza renacía y algunas sonrisas se dibujaban, aunque nadie estaba preparado para lo que estaba por venir. 

Mientras esperábamos reunidos en casa, un automóvil desconocido se estacionó frente a la entrada. Del auto descendieron dos hombres de camisa manga larga y pantalón negro. Se acercaron a la puerta y saludaron cordialmente. Sin rodeos, nos dijeron que los restos de un cohete de una misión fallida de la agencia espacial india habían caído sobre la motocicleta de mi hermano, privándolo de la vida al instante. Mi padre cayó de rodillas, mi madre perdió el conocimiento y yo, me quedé congelado.

Destrozados con tan inesperado suceso y sin haber acabado de digerirlo, el teléfono comenzó a sonar. El abuelo también había fallecido y eso no era todo. La abuela había sufrido un ataque al corazón al ser notificada acerca del abuelo, se encontraba en estado crítico.

Parecía que la desgracia que no había ocurrido durante generaciones se había concentrado y liberado en un solo día. 

El fin de semana se había vuelto un caos. Mi madre en el hospital cuidando a la abuela y esperando a que entregaran al abuelo a la funeraria, mi padre lidiando con la burocracia para reclamar el cuerpo de mi hermano, o lo que quedaba de él, y yo, esperando instrucciones sin saber qué hacer… 

Las horas pasaban y, como dictan las tradiciones, los cuerpos tienen que ser velados una noche entera, para entonces todos teníamos al menos un día entero sin dormir. Los féretros llegaron al siguiente día por la tarde. Mis párpados necesitaban soportes para mantenerse medianamente abiertos. 

Muy cerca de la medianoche, me senté a descansar un poco. De los que nos acompañaban, algunos ya habían perdido la batalla contra el cansancio; otros sobrevivían a base de café y bocadillos. 

Cerré los ojos un momento, no pasó mucho tiempo cuando alguien me llamó.

—Hay un señor afuera que pregunta por ti —murmuró mi tía. 

Me señalé en silencio, con incredulidad. 

—Sí, que necesita hablar contigo; nunca lo había visto —respondió.

—Gracias, iré enseguida. —Me levanté aletargado. 

Miré el reloj. Las manecillas apenas se habían movido. Me sacudí la camisa y salí de la casa. A unos metros, debajo de un gran árbol lluvia de oro, estaba estacionado aquel carruaje que había visto en el verano y, una vez más, el mismo chofer me saludaba. La piel se me erizó. Vestía la misma levita con botones de bronce y el sombrero de copa que le había visto antes. Estaba sentado sobre su banco, sosteniendo las riendas de las bestias color azabache.

—Nos volvemos a encontrar —dijo estirando su mano con una gran sonrisa.  

—Eso parece —respondí a duras penas, estrechando su mano—. ¿Qué lo trae por aquí? 

—Antes que nada, permítame presentarme. —Me entregó una tarjeta, le eché una mirada rápida, luego la guardé en mi bolsillo y continuó—. Verá, traigo a alguien conmigo que pidió hablar con usted —respondió el elegante conductor.

            —¿¡Ah, sí!? Y… ¿De quién se trata? 

—Véalo usted mismo. Por favor, suba. —El hombre bajó de su puesto y con elegancia abrió la portezuela del carruaje, dejando ver el aterciopelado interior carmesí con costuras doradas, un excelso trabajo de tapicería. 

Con desconfianza accedí y al subir, quedé petrificado. Mi hermano y mi abuelo estaban sentados dentro del carruaje. El abuelo me saludó cariñosamente, mi hermano se alegró de verme. Yo estaba absorto. Los mismos dos sujetos estaban siendo velados en sus ataúdes dentro de la casa de la que yo había salido hacía unos minutos. 

—Estamos tan sorprendidos como tú. 

—Yo ya lo asimilé —añadió resignado el abuelo.

—Pero… ustedes están ahí dentro… 

—Lo sabemos —completó mi hermano. 

—Entonces ¿cómo es que están aquí? ¿Estoy soñando? 

—Estamos aquí, allá —señalando hacia la casa—, está lo que un día fue nuestro cuerpo. Así que, sí, podrías estar soñando. Muchos sueñan con una oportunidad como esta —respondió el abuelo. 

—No hace falta que lo entiendas —añadió mi hermano percatándose de mi confusión—. Todo ha pasado muy rápido; cuando me di cuenta, mi cuerpo era una estampa sanguinolenta entre fierros, aceite y gasolina sobre el asfalto, a la vez que este carruaje se estacionaba cerca de mí —contaba con la mirada fija hacia el piso y el ceño fruncido—. No lo vi venir. Pero… Quería pedirte un favor —su voz se quebró—; este fue mi último deseo antes de subir al carro.

—Por supuesto —respondí rápidamente.

—Dile a papá y mamá que los quiero mucho y que me perdonen por ser como fui. —Una lágrima se deslizaba por su mejilla.

—De mi parte —añadió el abuelo —, diles a todos que no estén tristes y recuerden los momentos en los que los hice reír. A tu abuela dile… 

—La abuela está muy grave —interrumpí al abuelo.

—Lo sé, hijo, pero se pondrá bien, hemos llegado a un arreglo con… —Movió la cabeza y los ojos en dirección a la puerta—. Tú solo dile que la amo y siempre la amaré; dale las gracias por aguantarme todos estos años —concluyó sonriente.

—Lo haré, lo prometo —los abarqué con mis brazos y una lágrima rodó por mi mejilla. 

—Es hora de irnos —se escuchó desde fuera y la puerta se abrió.

 Descendí del carruaje y el conductor cerró la puerta detrás de mí. 

—Señor —pregunté mientras se alistaba para azuzar a los caballos—, ¿lo volveré a ver? —pregunté. 

—No puedo saberlo, pero al menos en la lista no estás —respondió.

—¿Cómo? No entiendo.

 Su semblante cambió, se volvió sombrío.

—Tal vez no lo sepas, pero, el que debería estar en el carruaje eres tú. Aquella noche no me viste por mera coincidencia; me distraje al ver que tu nombre se desvanecía de la lista. Algo hiciste diferente. ¿Acaso no lo recuerdas?

—S…sí —respondí petrificado.

—Se suponía que morirías, pero, no fue así, por alguna razón que aún no logro entender.

—Pero ¿por qué dos vidas pagan por la mía?

—En realidad no son dos.

— Eso q…quiere decir q..que la a-bu-buela…

— No exactamente. La muerte les llega a todos por igual en algún momento, aunque haya quienes no tienen el más mínimo respeto por la vida. Todos los días veo nombres aparecer parcialmente para luego desaparecer de mi lista. ¿Acaso crees que alguien que escala un risco sin arnés tiene las mismas probabilidades de morir que una mujer que cuida a su hijo recién nacido en casa? Hay algunos a los que simplemente les llega su hora, como a tu abuelo. Él cree firmemente que negoció conmigo la vida de tu abuela, pero no es así.

Para otros su destino depende de diferentes factores, tanto propios como externos. Cada paso cuenta. En ocasiones es cuestión de estar en el lugar incorrecto en el momento equivocado. Sin embargo, tu caso es particular. Cuando el nombre completo aparece sobre el pergamino, no hay vuelta atrás, pero, eso contigo no pasó. En su lugar apareció el nombre de tu hermano, con otra fecha. Cuando me viste, tu nombre aún estaba desvaneciéndose de mi lista. Se supone que no deberías haber sido capaz de verme. Este carruaje lleva las almas de este mundo al más allá. Solo los muertos pueden verlo y viajar en él. Se podría decir que en ese momento estabas muerto. —Sentenció severamente—. Recuerda siempre, disfruta cada momento como si fuera la última vez que podrás hacerlo; puede que la próxima vez no tengas tanta suerte. —azuzó a los caballos y desapareció al avanzar.

Desperté en la misma silla donde me había sentado a descansar. Había amanecido. Todo ha sido un sueño, pensé, hasta que vi la tarjeta en mi bolsillo.

Carruajes de media noche – Comodidad en su último viaje, con letras negras al frente.

ahora que lo sabes, no lo olvides, al reverso escrito a mano…

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